Textos Descartes

   Y como la multiplicidad de leyes frecuentemente sirve para los vicios de tal forma que un Estado está mejor regido cuando no existen más que unas pocas leyes que son minuciosamente observadas, de la misma forma, en lugar del gran número de preceptos del cual está compuesta la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes con tal de que tomase la firme y constante resolución de no incumplir ni una sola vez su observancia.

  El primero consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si no se la había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la precipitación y la prevención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda.

  El segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a examinar en tantas parcelas como fuera posible y necesario para resolverlas más fácilmente.

  El tercero requería conducir por orden mis reflexiones comenzando por los objetos más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo inclusive un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros.

  Según el último de estos preceptos debería realizar recuentos tan completos y revisiones tan amplias que pudiese estar seguro de no omitir nada.



MEDITACIÓN SEGUNDA,

De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo

(Selección de la Meditación Segunda, ed. cit., pp. 143-150)

  Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar ese conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que he tenido antes.

  Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes de incidir en estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones todo lo que puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que no quede más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué es lo que antes yo creía ser? Un hombre, sin duda. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré, acaso, que un animal racional? No, por cierto: pues habría luego que averiguar qué es animal y qué es racional, y así una única cuestión nos llevaría insensiblemente a infinidad de otras cuestiones más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar en tales sutilezas el poco tiempo y ocio que me restan. Entonces, me detendré aquí a considerar más bien los pensamientos que antes nacían espontáneos en mi espíritu, inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser. Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y carne, tal y como aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que me nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones al alma; pero no me paraba a pensar en qué era ese alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento, una llama o un delicado éter, difundido por mis otras partes más groseras. En lo tocante al cuerpo, no dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente, y, de querer explicarla según las nociones que entonces tenía, la hubiera descrito así: entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar delimitado por una figura, estar situado en un lugar y llenar un espacio, de suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello que puede ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que puede moverse de distintos modos, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que lo toca y cuya impresión recibe; pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea la potencia de moverse, sentir y pensar: al contrario, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban en algunos cuerpos.

  Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no puedo andar ni nutrirme.

  Un tercero es sentir, pero no puede uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir.

  No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido. Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. No soy esta reunión de miembros llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y penetrante, difundido por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de que soy algo.

  Pero acaso suceda que esas mismas cosas que supongo no ser, puesto que no las conozco, no sean en efecto diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé del caso: de eso no disputo ahora, y sólo puedo juzgar de las cosas que conozco: ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy. Pues bien: es certísimo que ese conocimiento de mí mismo, hablando con precisión, no puede depender de cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni por consiguiente, y con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas e inventadas por la imaginación. E incluso esos términos de «fingir» e «imaginar» me advierten de mi error: pues en efecto, yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues «imaginar» no es sino contemplar la figura o «imagen» de una cosa corpórea. Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a la vez, puede ocurrir que todas esas imágenes y, en general, todas las cosas referidas a la naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños y quimeras.

  Y, en consecuencia, veo claramente que decir «excitaré mi imaginación para saber más distintamente qué soy», es tan poco razonable como decir «ahora estoy despierto, y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún con bastante claridad, voy a dormirme adrede para que mis sueños me lo representen con mayor verdad y evidencia». Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza.

  ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas —aun contra su voluntad— y que siente también otras muchas, por mediación de los órganos de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan verdadero como es cierto que soy, que existo, aun en el caso de que estuviera siempre dormido, y de que quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en burlarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguirse de mi pensamiento, o que pueda estimarse separado de sí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir aquí nada para explicarlo. Y también es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto más arriba) que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que «pensar». Por donde empiezo a conocer qué soy con algo más de claridad y distinción que antes.

MEDITACIÓN QUINTA

De la esencia de las cosas materiales; y otra vez de la existencia de Dios

(Selección de la Meditación Quinta, ed. cit., pp. 211-220)

  Por lo demás, cualquiera que sea el argumento de que me sirva, siempre se vendrá a parar a lo mismo: que sólo tienen el poder de persuadirme por entero las cosas que concibo clara y distintamente. Y aunque entre éstas, sin duda, hay algunas manifiestamente conocidas de todos, y otras que sólo se revelan a quienes las consideran más de cerca y las investigan con diligencia, el caso es que, una vez descubiertas, no menos ciertas son las unas que las otras. Así, por ejemplo, aunque no sea a primera vista tan patente que, en todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la base es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados, como que, en ese mismo triángulo, la base está opuesta al ángulo mayor, sin embargo, una vez sabido lo primero, vemos que es tan verdadero como lo segundo.

  Y por lo que a Dios toca, es cierto que si mi espíritu estuviera desprovisto de algunos prejuicios, y mi pensamiento no fuera distraído por la continua presencia de las imágenes de las cosas sensibles, nada conocería primero ni más fácilmente que a Él. Pues ¿hay algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia, y que, por tanto, existe? Y aunque haya necesitado una muy atenta consideración para concebir esa verdad, sin embargo, ahora, no sólo estoy seguro de ella como de la cosa más cierta, sino que, además, advierto que la certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente.

  Pues aunque mi naturaleza es tal que, nada más comprender una cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, como también mi naturaleza me lleva a no poder fijar siempre mi espíritu en una misma cosa, y me acuerdo a menudo de haber creído verdadero algo cuando ya he cesado de considerar las razones que yo tenía para creerlo tal, puede suceder que en ese momento se me presenten otras razones que me harían cambiar fácilmente de opinión, si no supiese que hay Dios. Y al nunca sabría nada a ciencia cierta, sino que tendría tan sólo opiniones vagas e inconstantes. Así, por ejemplo, cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, pues estoy algo versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido claramente, no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal manera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza; y a ello me persuade sobre todo el acordarme de haber creído a menudo que eran verdaderas y ciertas muchas cosas, que luego otras razones distintas me han llevado a juzgar absolutamente falsas.

  Pero tras conocer que hay un Dios, y a la vez que todo depende de Él, y que no es falaz, y, en consecuencia, que todo lo que concibo con claridad y distinción no puede por menos de ser verdadero, entonces, aunque ya no piense en las razones por las que juzgué que esto era verdadero, con tal de que recuerde haberlo comprendido clara y distintamente, no se me puede presentar en contra ninguna razón que me haga ponerlo en duda, y así tengo de ello una ciencia verdadera y cierta. Y esta misma ciencia se extiende también a todas las demás cosas que recuerdo haber demostrado antes, como, por ejemplo, a las verdades de la geometría y otras semejantes; pues ¿qué podrá objetárseme para obligarme a ponerlas en duda? ¿Se me dirá que mi naturaleza es tal que estoy muy sujeto a equivocarme? Pero ya sé que no puedo engañarme en los juicios cuyas razones conozco con claridad. ¿Se me dirá que, en otro tiempo, he considerado verdaderas muchas cosas que luego he reconocido ser falsas? Pero no había conocido clara y distintamente ninguna de ellas, e ignorando aún esta regla que me asegura la verdad, había sido impelido a creerlas por razones que he reconocido después ser menos fuertes de lo que me había imaginado. ¿Qué otra cosa podrá oponérseme! ¿Acaso que estoy durmiendo (como yo mismo me había objetado anteriormente), o sea, que los pensamientos que ahora tengo no son más verdaderos que las ensoñaciones que imagino estando dormido? Pero aun cuando yo soñase, todo lo que se presenta a mi espíritu con evidencia es absolutamente verdadero.

  Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco, tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infinidad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo.

MEDITACIÓN SEXTA

De la existencia de las cosas materiales, y de la distinción real entre el alma y el cuerpo

(Selección de la Meditación Sexta, ed. cit., pp. 244-251)


  Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse «partes» del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc. Mas ocurre lo contrario en las cosas corpóreas o extensas, pues no hay ninguna que mi espíritu no pueda dividir fácilmente en varias partes y, por consiguiente, no hay ninguna que pueda entenderse como indivisible. Lo cual bastaría para enseñarme que el espíritu es por completo diferente del cuerpo, si no lo supiera ya de antes.

  Advierto también que el espíritu no recibe inmediatamente la impresión de todas las partes del cuerpo, sino sólo del cerebro, o acaso mejor, de una de sus partes más pequeñas, a saber, de aquella en que se ejercita esa facultad que llaman sentido común, la cual, siempre que está dispuesta de un mismo modo, hace sentir al espíritu una misma cosa, aunque las demás partes del cuerpo, entre tanto, puedan estar dispuestas de maneras distintas, como lo prueban innumerables experiencias, que no es preciso referir aquí.

  Advierto, además, que la naturaleza del cuerpo es tal, que, si alguna de sus partes puede ser movida por otra parte un poco alejada, podrá serlo también por las partes que hay entre las dos, aun cuando aquella parte más alejada no actúe.

  Así por ejemplo, dada una cuerda tensa ABCD, si se tira, desplazándola, de la última parte D, la primera, A, se moverá del mismo modo que lo haría si se tirase de una de las partes intermedias, B o C, y la última, D, permaneciese inmóvil. De manera semejante, cuando siento dolor en un pie, la física me enseña que esa sensación se comunica mediante los nervios esparcidos por el pie, que son como

cuerdas tirantes que van de allí al cerebro, de modo que cuando se tira de ellos en el pie, tiran ellos a su vez de la parte del cerebro de donde salen y a la que vuelven, excitando en ella cierto movimiento, establecido por la naturaleza para que el espíritu sienta el dolor como si éste estuviera en el pie.

  Pero como dichos nervios tienen que pasar por la pierna, el muslo, los riñones, la espalda y el cuello, hasta llegar al cerebro, puede suceder que, no moviéndose sus partes extremas —que están en el pie—, sino sólo alguna de las intermedias, ello provoque en el cerebro los mismos movimientos que excitaría en él una herida del pie; y, por lo tanto, el espíritu sentirá necesariamente en el pie el mismo dolor que si hubiera recibido una herida. Y lo mismo cabe decir de las demás percepciones de nuestros sentidos.

  Por último, advierto también que, puesto que cada uno de los movimientos ocurridos en la parte del cerebro de la que recibe la impresión el espíritu de un modo inmediato, causa una sola sensación, nada mejor puede entonces imaginarse ni desearse sino que tal movimiento haga sentir al espíritu, de entre todas las sensaciones que es capaz de causar, aquella que sea más propia y ordinariamente útil para la conservación del cuerpo humano en perfecta salud.

  Ahora bien: la experiencia atestigua que todas las sensaciones que la naturaleza nos ha dado son tal y como acabo de decir; y, por lo tanto, que todo cuanto hay en ellos da fe del poder y la bondad de Dios.

  Así, por ejemplo, cuando los nervios del pie son movidos con más fuerza de la ordinaria, su movimiento, pasando por la médula espinal hasta el cerebro, produce en el espíritu una impresión que le hace sentir algo, a saber: un dolor experimentado como si estuviera en el pie, cuyo dolor advierte al espíritu, y le excita a hacer lo posible por suprimir su causa, muy peligrosa y nociva para el

pie.

  Cierto es que Dios pudo instituir la naturaleza humana de tal suerte que ese mismo movimiento del cerebro hiciera sentir al espíritu otra cosa enteramente distinta: por ejemplo, que se hiciera sentir a sí mismo como estando alternativamente, ora en el cerebro, ora en el pie, o bien como produciéndose en algún lugar intermedio, o de cualquier otro modo posible: pero nada de eso habría contribuido tanto a la conservación del cuerpo como lo que en efecto ocurre.

  Así también, cuando necesitamos beber, nace de ahí cierta sequedad de garganta que mueve sus nervios y, mediante ellos, las partes interiores del cerebro, y ese movimiento hace sentir al espíritu la sensación de la sed, porque en tal ocasión nada nos es más útil que saber que necesitamos beber para conservar nuestra salud. Y así sucede con las demás cosas.

  Es del todo evidente, por ello, que, pese a la suprema bondad de Dios, la naturaleza humana, en cuanto compuesta de espíritu y cuerpo, no puede dejar de ser falaz a veces.

  Pues si alguna causa excita, no en el pie, sino en alguna parte del nervio que une pie y cerebro, o hasta en el cerebro mismo, igual movimiento que el que ordinariamente se produce cuando el pie está indispuesto, sentiremos dolor en el pie, y el sentido será engañado naturalmente; porque un mismo movimiento del cerebro no puede causar sino una misma sensación en el espíritu, y siendo provocada esa sensación mucho más a menudo por una causa que daña al pie que por otra que esté en otro lugar, es mucho más razonable que transmita al espíritu el dolor del pie que el de ninguna otra parte. Y aunque la sequedad de garganta no provenga a veces, como suele, de que la bebida es necesaria para la salud del cuerpo, sino de alguna causa contraria —como ocurre con los hidrópicos—, con todo, es mucho mejor que nos engañe en dicha circunstancia que si, por el contrario, nos engañara siempre, cuando el cuerpo está bien dispuesto. Y así sucesivamente.

  Y esta consideración me es muy útil, no sólo para reconocer todos los errores a que está sometida mi naturaleza, sino también para evitarlos, o para corregirlos más fácilmente. Pues sabiendo que todos los sentidos me indican con más frecuencia lo verdadero que lo falso, tocante a las cosas que atañen a lo que es útil o dañoso para el cuerpo, y pudiendo casi siempre hacer uso de varios para examinar una sola y misma cosa, y, además, contando con mi memoria para enlazar y juntar los conocimientos pasados a los presentes, y con mi entendimiento, que ha descubierto ya todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante que sean falsas las cosas que mis sentidos ordinariamente me representan, y debo rechazar; por hiperbólicas y ridículas, todas las dudas de estos días pasados: y, en particular, aquella tan general acerca del sueño, que no podía yo distinguir de la vigilia.

  Pues ahora advierto entre ellos una muy notable diferencia: y es que nuestra memoria no puede nunca enlazar y juntar nuestros sueños unos con otros, ni con el curso de la vida, como sí acostumbra a unir las cosas que nos acaecen estando despiertos. En efecto: si estando despierto se me apareciese alguien de súbito, y desapareciese de igual modo, como lo hacen las imágenes que veo en sueños, sin que yo pudiera saber de dónde venía ni adónde iba, no me faltaría razón para juzgarlo como un espectro o fantasma formado en mi cerebro, más bien que como un hombre, y en todo semejante a los que imagino cuando duermo. Pero cuando percibo cosas, sabiendo distintamente el lugar del que vienen y aquél en que están, así como el tiempo en el que se me aparecen, y pudiendo enlazar sin interrupción la sensación que de ellas tengo con el restante curso de mi vida, entonces estoy seguro de que las percibo despierto, y no dormido. Y no debo en modo alguno dudar acerca de la verdad de esas cosas si, tras recurrir a todos mis sentidos, a mi memoria y a mi entendimiento para examinarlas, ninguna de esas facultades me dice nada que repugne a las demás.

  Pues no siendo Dios falaz, se sigue necesariamente que no me engaña en esto.